Camino del sur

Crónicas de Marruecos en moto, parte III

Seguimos subiendo entre bosques y charlando alucinados con los paisajes que ofrece el Atlas, hace algunas horas que salimos de Fez y desde poco después hemos estado subiendo el atlas y viendo cómo el paisaje iba mutando hasta convertirse en un bosque rico en vegetación. Superamos otro cambio de rasante y frente a nosotros se abre un altiplano completamente libre de vegetación del que no alcanzamos a ver el final, a algunos kilómetros un pastor y varios perros dirigen a un ramado de ovejas y después, nada, kilómetros planos, de tierra y piedra.

La moto aparcada junto a una de las carreteras que cruzan la hamada Marroquí
La moto aparcada junto a una de las carreteras que cruzan la hamada Marroquí.

Hemos alcanzado el punto más alto de nuestra ruta, el sol está bajo y se esconde tras las nubes y la temperatura baja rápidamente, sin pueblos a la vista, el próximo cruce (casi el único de nuestra ruta hoy) es un buen lugar para parar y abrigarnos un poco bajo la mirada de un par de gendarmes que deben estar alucinando con el espectáculo de alforjas, chaquetas, forros térmicos, guantes… Una vez abrigados, con todo guardado en su sitio y el sol definitivamente escondido empezamos a bajar, en un rato estaremos durmiendo en Midelt, ya en la hamada.

Salimos de la carretera para hacer algunas fotos sobre la tierra.
Salimos de la carretera para hacer algunas fotos sobre la tierra.

Ducha, desayuno, y carretera. Anoche vimos caer las últimas luces en los primeros kilómetros de hamada, planicie, piedras y algún pequeño altiplano rocoso a derecha o izquierda, hoy nos adentramos en ese paisaje y lo recorremos con calma y conversando poco, por momentos, tengo la sensación de que el vacío que nos envuelve exige cierto silencio respetuoso. Meditando en silencio viajamos cuando vemos en la distancia a un autobús detenerse en el arcén, tardamos unos minutos en alcanzarlo, los viajeros están descendiendo y nosotros miramos alrededor en busca de una explicación. Cuando superamos el autobús, a nuestra derecha la hamada se rompe en una grieta que se ensancha rápidamente y deja ver un oasis situado varias decenas de metros bajo el nivel de la carretera.

En segundos la grieta queda atrás, casi como una visión y hablamos sobre si seguir o dar la vuelta, aún no hemos tomado una decisión cuando la carretera gira y la grieta, que se ha convertido en un cañón, se abre a nuestra derecha y continúa paralelo a la carretera al menos, hasta donde alcanzamos a ver. Paramos en un pequeño bar situado al lado del cañón y decidimos bajar para ver el oasis y alguno de los pequeños pueblos que lo salpican.

Lucía fotografía el oasis.
Lucía fotografía el oasis.

Hemos salido de la nacional y recorremos una calle estrecha con casas de adobe a ambos lados, circulamos tan despacio como podemos, mirando cada detalle y devolviendo el saludo a los niños que nos miran desde las puertas de las casas. Únicamente la mezquita con sus paredes y su minarete pintados de rosa rompen la monotonía del adobe. Sólo hay una calle, pero va girando a izquierda y derecha para adaptarse al terreno, tras uno de estos giros, el pueblo acaba y se abre ante nosotros el palmeral.

Uno de los pequeños pueblos de casas de adobe junto al oasis.
Uno de los pequeños pueblos de casas de adobe junto al oasis.

Hace años visité otro oasis en Taghit, Argelia e igual que ahora, me sorprendió la exuberancia de la vegetación. Las palmeras salvajes crecen arrastrando montones de ramas antiguas y secas, y pequeños brotes surgen en los troncos y en sus alrededores, además la superficie que no ocupan estas palmeras la cultivan con pequeños huertos que ocupan hasta el menor de los rincones y canales de riego que permiten que el agua del oasis llegue a todos esos cultivos.

Cruzamos sobre un pequeño riachuelo que recorrer el oasis y vemos en la orilla, a una mujer que lava una gran alfombra, desplegada sobre el agua encima de una especie de flotador improvisado, completamente aislados y rodeados de desierto, aquí no se desaprovecha nada, el reciclaje es ley de vida y la conservación del ecosistema requisito indispensable para sobrevivir, frente a nuestro ecologismo “de postal”. Aquí, entre palmeras hay barriles y mil trastos viejos, desde la moto parece basura, pero si nos fijamos, casi todo forma parte de canalizaciones e ingenios varios, nadie se preocupa de que el oasis aparezca bonito o atractivo, pero hacen cuanto es necesario para cuidarlo y evitan sobre explotarlo conscientes de que es su única fuente de vida, requisito indispensable para la subsistencia de los pueblos que alberga.

Detalle de unos arcos de adobe.
Detalle de unos arcos de adobe.

Al otro lado del palmeral vuelven a surgir las casas, todas de adobe confundiéndose con la tierra sobre la que se levantan. Hemos aparcado la moto y caminamos pasando entre un par de mujeres que conducen entre tirones y gritos a un asno oculto bajo un montón de paja y una treintena de ladrillos de adobe que se secan al sol, vamos hacia el arco que da acceso al pueblo, dentro, el silencio es total y algunas casas aparentemente habitadas se mezclan con ruinas que podrían tener 20 años o 400, desde las ruinas más antiguas hasta la casa más moderna, todas están construidas igual, ladrillos de adobe y troncos de palmera usados como vigas o pilares.

Durante un rato recorremos el pueblo, hacemos algunas fotos, nos fijamos en los numerosos caracteres y símbolos bereberes pintados con spray, pintura o tiza que llevamos viendo en todas partes desde que entramos en la hamada sin comprender su significado. Comemos solos en un pequeño albergue, parte de una red de turismo solidario, que hay en el oasis y después de comer, salimos del mismo para seguir hacia el sur.

Una parte de la ciudad en ruinas junto al oasis.
Una parte de la ciudad en ruinas junto al oasis.

Hace un rato que vemos las dunas del erg Chebbi, como una pequeña montaña roja en la distancia, el sol empieza a esconderse y la fina arena de las dunas, que gana terreno a las piedras cruza la carretera con cada soplo de viento, como una neblina baja. La carretera recta, la luz rojiza del ocaso, la buena temperatura y ninguna presencia humana desde hace rato invitan a relajarse y disfrutar en la soledad del casco de la grandeza del desierto. Impresiona pensar en los nómadas que sobreviven en el desierto como navegantes en el océano, luchando contra el viento, el terreno, las temperaturas y la escasez de agua, alimento y cualquier otra cosa necesaria para la vida, viajando con lo poco que pueden desplazar pero lo suficiente para sobrevivir.

A la altura de las primeras dunas aparecen decenas de pequeños letreros artesanales, amontonado en cada cruce, indicando cada uno de los hoteles que, simulando fortalezas, se alzan a los pies de las dunas, a escasos kilómetros a nuestra izquierda. Recorremos casi por completo los 22 kilómetros de erg, circulando a su lado hasta ver la última indicación, que nos lleva a girar a la izquierda saliendo de la carretera. Delante, un kilómetro de arena hasta el hotel que aparece rodeado de 4x4s, seguimos las roderas buscando las zonas en que la arena parece más firme y aun así, a medio camino acabamos atascados con la rueda trasera patinando y levantando arena. Lucia baja de la moto y yo, cansado tras todo el día en la carretera enrosco el acelerador cabreado, tras 10 segundos y con la rueda más hundida levanto la cabeza, mira alrededor y sonrío, al fin llegó la aventura que veníamos buscando.

Con los pies en el suelo y acelerando con cuidado la moto empieza a traccionar y supero la zona más difícil, pero antes de que me confie noto la rueda trasera empieza a dar tumbos sobre la arena que cubre los siguientes metros, la de la moto se mueve de atrás a izquierda y derecha mientras avanzo hasta el lugar desde el que Lucia me ha estado observando, juntos recorremos los últimos metros de arena y tierra que nos separan del hotel.

Entramos y encontramos un hotel está lleno de cámaras, pilotos y turistas. Nos confirman que está completo, pero nos ofrecen un té y nos prometen solución, poco después vienen a informarnos, dormiremos la primera noche en el desierto y salimos, ¡ya! (por una vez son ellos los que tienen prisa) montados en un par de camellos camino del campamento.

Hace veinte minutos que viajamos por el desierto, salimos con poca luz y ahora la oscuridad es casi total. El paisaje es espectacular dunas en todas direcciones y ninguna luz en el horizonte, arena mires donde mires y sólo nosotros, nuestro guía que camina en silencio sin dudar en ningún momento del rumbo y los dromedarios, que se balancean y dejan patinar las pezuñas cuando bajamos las partes más inclinadas de las dunas. El desierto que ahora parece infinito es tan atractivo como peligroso, envidio a quienes son capaces de sobrevivir en él sin nada más que aquello que pueden cargar y sin necesitar mucho más para sobrevivir en una de las zonas más duras del mundo.

En camello hacia el campamento en las dunas.
En camello hacia el campamento en las dunas.

Trozos de novelas de aventura que llevo leyendo desde que era un niño me vienen a la cabeza y pienso en aquellos que hace años, antes del turismo, los GPS y las televisiones por satélite recorrían estas zonas. Si estamos aquí es porque esas lecturas me han hecho soñar con aventuras, aventuras que probablemente sea imposible hoy en día o que tal vez nunca han existido. Pero alcanzar estos lugares, aunque sea sobre asfalto, cruzar oasis, pisar estas dunas y ver los escenarios de esas novelas son aventura suficiente, al menos por ahora.

Llegamos al campamento y descubrimos, que el turismo no perdona, un grupo de turistas ruidosos (casualmente españoles) nos ameniza la velada con conversaciones banales a grito pelado mientras cenamos, eso, junto a un grupo de guías que han decidido convertir el espectáculo típico “bereber” (bastante deprimente de por si) en un karaoke cutre.

Visto el percal, salimos del campamento en busca de oscuridad y tumbados en la arena, descubrimos que la vía láctea está ahí y es visible si la contaminación lumínica no la esconde. Cuando el silencio acompaña (al fin acabó el karaoke) es imposible no sentirse minúsculo y expuesto a todo en un universo que nos viene grande y sobre unas dunas que por momentos se antojan también infinitas.